Abandono

El abandono de nuestra pareja, nuestros padres en la infancia o incluso en la sociedad misma, genera una herida que no se puede ver, pero que se siente palpitante todos los días. Porque es una raíz, un vínculo roto donde antes se nutrían nuestras emociones y nuestra seguridad.

Ahora bien, hay un aspecto que debemos tener en cuenta y es el abandono que no solo se produce por una ausencia física. El abandono más común es aquel donde la autenticidad emocional deja de existir, donde aparecen el desinterés, la apatía y la frialdad. La percepción de este vacío no tiene edad, es algo que cada niño percibirá y que, por supuesto, devasta a cualquier adulto.
A menudo se dice que para entender lo que significa ser abandonado, «uno tiene que ser abandonado». Sin embargo, esto es algo que nadie merece, porque con cada ausencia perdemos una parte de nosotros mismos, y ninguna persona debería sufrir las implicaciones psicológicas que derivan de una experiencia temprana asociada al abandono que suelen ser, por lo general, graves. Aunque cada niño se enfrenta a los hechos de una manera, es común que persista el rastro de un trauma, y ​​estos no se curan por el tiempo, sino por un enfrentamiento adecuado. Una batalla íntima y personal que muchas personas viven y en el mismo momento se vuelve sufrimiento.
La sensación de abandono puede tomar muchas formas. Nos transformamos en barcos a la deriva cuando, por ejemplo, perdemos nuestros trabajos y no podemos encontrar una manera de regresar al mercado laboral. Estamos varados, como perdido está ese niño que a una edad temprana es abandonado por su madre, o como el hombre que un día al llegar a casa, descubre una casa vacía y la ausencia de la mujer que amaba.
Muchos consideran terapéutico poder compartir estas experiencias, pero en la mayoría de estos testimonios se percibe sobre todo un trauma que ocurrió a edades muy tempranas; la muerte del padre o la madre, tener un padre alcohólico o haber crecido prácticamente en la soledad.
El hecho de sufrir algún tipo de abandono en la infancia es un factor determinante. Tanto es así, que los expertos comentan que es como un segundo nacimiento. Si el primero fue doloroso pero lleno de esperanza, el segundo supone «renacer» en un mundo en el que no nos sentimos amados, donde tenemos que aprender a valer la pena por nosotros mismos, sufriendo la ruptura de ese cordón umbilical que nos unía de corazón, a las emociones o algunas necesidades que tenían que cumplirse.