“Magia negra” es un término que se originó en la época de la inquisición, para hacer referencia a todas las prácticas esotéricas cuya base era distinta del cristianismo. Estos conocimientos mágicos venían practicándose desde la antigüedad; a pesar de esta larga tradición, con la adopción por parte del Imperio Romano del cristianismo como su religión dominante, cualquier hombre o mujer que se encontrase cometiendo actos paganos o de naturaleza “diabólica”, era objeto de reproche social, vergüenza pública o, incluso, sometido a torturas. Además, autoridades en la religión judeo-cristiana, concibieron una serie de conceptos sobre este tipo de ritos, dando mala reputación a las integrantes de estas sociedades.
La concepción de magia negra que se tiene en la actualidad está relacionada con las creencias que se tenían sobre estos rituales en la época de la inquisición. Esta, a diferencia de la magia blanca (aquellos hechizos que buscan lograr el bien), se vale de conjuros y maleficios, para que el propio brujo (término exclusivo de quienes practican la magia negra) pueda alcanzar la prosperidad en cualquier ámbito de su vida; el hacer daño a otras personas y entregarse a los placeres prohibidos de la vida son otras de las peculiaridades atribuidas a los que practican estas creencias. Sin embargo, la adoración al diablo o figuras demoníacas es, quizá, la característica predominante, y por la que se les atribuye una imagen maligna a los magos.
La magia negra puede dividirse en varios grupos, pero las más conocidas de la magia negra son: la hematomancia, en donde los rituales giran en torno a la presencia de sangre o tejidos de animales, al igual que las relaciones sexuales y, generalmente, sus fines son destructivos; la necromancia, por su parte, son los rituales que trabajan con los muertos, invocando sus espíritus.