Transmodernidad

La transmodernidad comienza a circular como definición por primera vez en 1989, por medio de la filósofa española en un libro de Rosa María Rodríguez Magda “La sonrisa de Saturno”, un libro exitoso que a su vez generó controversias, que trata de  una teoría transmoderna (Barcelona, ​​Anthropos), desarrollada en el modelo de Frankenstein. De la diferencia a la cultura posterior (Madrid, Tecnos, 1997) y especificando su teorización en la Transmodernidad (Barcelona, ​​Anthropos, 2004).
La afirmación posmoderna de la imposibilidad de grandes historias está desactualizada, si hay una nueva gran historia: la globalización. Una nueva gran historia, que surge gracias al inesperado efecto que causaron las tecnologías de la comunicación, además de la nueva dimensión del mercado y la geopolítica. También tuvo mucha influencia en todas las globalizaciones, informática, política, económica, social, ecológica, cultural. Donde todas se relacionan, se mantienen conectadas logrando un magma fluctuante.
Es necesario, por lo tanto, contemplar la configuración del presente con sus modificaciones basadas en un nuevo paradigma, en la primacía de la transmisibilidad de la información en tiempo real, atravesada por la transculturalidad, en la que la creación se refiere a la transtextualidad y la innovación artística se piensa como transvanguardia. Por lo tanto, si la sociedad moderna corresponde a la sociedad industrial, la cultura posmoderna a la sociedad posmoderna, a una sociedad globalizada corresponde al tipo de cultura que Rodríguez Magda llama transmoderna.
El surgimiento de lo virtual nos coloca, después de la muerte de la vieja metafísica, en los desafíos de una nueva ciber ontología, de la hegemonía de la razón digital. Es importante mencionar que estos cambios  no son una celebración eufórica, sin responsabilidad política y ética. Se trata de cómo el material de la realidad ha sido amplificado y modificado por la realidad virtual.
Esto no puede usarse en el reino de los signos; después de las contribuciones de la semiótica, que lee la realidad como un conjunto de significantes, se debe abrir todo un campo a la «semiurgia» o análisis de cómo generar signos de realidad, desarrollando también la «simulocracia», es decir, el estudio de cómo simula produce espacios y efectos de poder.